EMANCIPACIÓN

Es la etapa en la que cualquier persona quiere vivir; irse a un piso de estudiantes.
Se supone que cuando hablas con la gente sobre  esos maravillosos años en los que compartió piso, te explican las mil batallitas. Esos jueves universitarios interminables en los que se salía de fiesta hasta el amanecer, las cenas y risas con los amigos en el piso, disfrutar de la mejor dieta (pizza, arroz y pasta), el concurso de a ver quién era el más marrano y a quién le tocaba tirar la basura, las trolas que le explicaban a los profesores para que les aprobaran y tú sabiendo que no habías hecho nada porque fuiste a tomarte unas cervezas con los amigos, las tardes de película y series; y así una de tantas.


Estaba feliz y animada de irme por fin de casa ya que podría tener mi espacio y tranquilidad, pero la verdad es que desde mi perspectiva de “joven estudiante súper guay independizada que estudia y trabaja” fue totalmente diferente a la que he explicado.

Recuerdo que comencé el curso de Integración Social con muchas ganas y energía. Pensaba que era brutal poder estudiar y trabajar a la vez que quedaba muy  “cool” y madura. Creía que era capaz de todo y que me iba a comer el mundo, un poco ingenua, porque desde los 14 años ya trabajaba pero sólo  los fines de semana y era algo totalmente diferente.

Había dejado atrás la clase dónde habíamos compartido muchos años de colegio y me encontraba en una totalmente diferente.
Me era muy curioso observar y escuchar a cada persona, explicando los motivos que les había llevado escoger este ciclo formativo. Cómo de repente compartes tu vida y tus vivencias con unos extraños y, sin darte cuenta, ves que compartes más cosas con estas personas que con los amigos de toda la vida.

Los que optamos por hacer este tipo de ciclo o querer trabajar en el sector social, llevamos todos una mochila de experiencias encima; el que había tenido una mala infancia o había tenido los abuelos con Alzheimer y los había cuidado, el que había padecido maltrato, bulimia, también había una señora, ama de casa, que estaba harta de su familia y quería ser algo más que eso. También estaba el crío que no tenía ni idea de qué quería estudiar y sus padres le habían puesto hacer el ciclo para que estuviera quieto y dejara de dar por saco…
No sabíamos cuál de todos era más singular e especial.

Te sientes muy cómoda y ya no te ves tan rara con las cosas que te han ido pasando años atrás. Gracias a eso, me llevé a quién sería una gran amiga para el resto de mi vida.

Dejamos de lado el tema de los compañeros y me vuelvo a centrar en la gran idea que tuve de irme a compartir piso y querer hacer las cosas a la vez: trabajar, lidiar con la enfermedad y estudiar.
Mi horario, como casi todos los estudiantes, era ir por las mañanas a clase. Yo, una vez  acabado el cole, tenía que ir corriendo para casa a comer y una vez acababa me iba pitando a trabajar. Así cada día, de lunes a sábado; aprovechaba esas corredizas para entrenar un poquito, no fuera que desaprovechara el tiempo. O eso o andaba por la calle hipnotizada por alguna novela histórica. Había aprendido a andar leyendo y no sé cómo no me atropellaron algún día.

Llegaba a casa molida del trabajo y tenía que cenar muy rápido para ponerme las pilas en los estudios. Las noches se hacían un poco interminables y mis horas de sueño cada vez se hacían más cortas. Para cualquier persona, y más para alguien que tenía una enfermedad degenerativa, ¡¡¡¡dormir es esencial!!!!! Y realmente eso de dormir, no sabía lo que era.


Iba cada vez con más ojeras a clase y con menos energía, pero igualmente yo quería dar el 100% de mí. Mis compañeras siempre pensaban que estaba enferma, porque parecía más la Novia Cadáver de Tim Burton que no una chica de 19 años. Recuerdo que mi compañera de más edad, y la mami de todas, siempre se preocupaba por mí. Si la hubiera dejado, ¡me hubiese llevado cada día el almuerzo! Para que tuviera mejor cara.

Lo que  llevaba peor, no era sólo que no tuviera tiempo para mí, sino que no estaba haciendo nada de lo que se suponía que hacía alguien que comparte piso cuando estudia. Parecía una yaya amargada: del trabajo a casa, cole, estudiar, comer, dormir. Si querían salir de fiesta mis compañeros yo nunca quería ir porque sabía que después las pasaría canutas. Tenía que programar “esa” salida como si fuera la “gran salida“ y la última de mi vida. Si hacían algo en casa, ya salía la chica del pijama diciendo que bajaran el volumen porque a ella le tocaba trabajar y si molestaban yo no podía dormir.
Recuerdo que, desde mi habitación, escuchaba cada mañana el dichoso despertador del vecino a las 5 de la mañana y que nunca lo apagaba hasta las 6 ¡como mínimo!
No llegué a ponerle cara al vecino, pero si llego a conocerlo, le hubiese puesto el despertador en todo el ojete.
También teníamos a los vecinos de encima que se suponen que eran azafatas de vuelo; o eso es lo que nos dijeron. Pero más que eso parecía un “puti”; por el salir y entrar de hombres. Como odiaba los tacones en esa época… ¡Venga a andar con los talones para arriba y para bajo!
 
 

Sí, puede que sea una paranoia mía y que seguramente hay  más gente que le pasa como me pasó a mí, pero ya me hubiera gustado tener algún tío gilito que me pagara la fiesta y los estudios.

En ningún momento tuve un nuevo brote, tenía la enfermedad estable y seguía tratándome con el Tysabri. Me las ingeniaba siempre en clase para poder asistir a las sesiones de tratamiento, sin que me afectara al curso. A mí me iba genial porque me echaba unas siestecitas de fábula. Cuando uno está cansado, entonces no te parece tan cutres e incómodas las butacas del hospital.
Trabajo, estudiar… ¡Se me olvidaba! ¡También tenía pareja! Pobrecito, más que una novia tenía un zombie deambulando por el piso. Cambiamos nuestras citas de cine e ir a algún sitio, por “l’Agna debe dormir más y nos quedamos en casa”. Venía especialmente para hacerme compañía y hacerme recordar lo que debía luchar y sentirme orgullosa de todo lo que estaba haciendo. La verdad es que no sé qué habría hecho sin él en esos momentos que hubiera tirado todo por la borda.
Con la tontería, iban pasando los días y acabé el primer curso de Integración, ¡con buena nota y todo!

En el piso que compartíamos sólo teníamos 1 año de contrato, porque  el chico que había se iba de vuelta a casa, ya que había finalizado toda la carrera. Una de mis mejores amigas, que también compartía piso conmigo, quería irse algún sitio más económico y yo estaba dudando qué quería hacer: seguir como había hecho durante todo este año o irme al paro, porque había cotizado desde los 14 años y me podía permitir el capricho de hacer algo que nunca había hecho: estudiar y… ¡no hacer nada más!
Había un único problema y era que había de volver a casa. Me había acostumbrado a estar fuera del mal ambiente y no sé si volvería aguantar otra vez.


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