RABIA


No podía seguir viviendo en el piso y lo debíamos dejar en Mayo, creo recordar. Llegué con cuatro cosas, ropa y alguna cosa más, pero me fui con más cajas que con las que llegué.

Pasó tan rápido que no me di cuenta de que iba llenando mí habitación y piso,  de cosas que iba comprando.  Sobre todo libros, compré muchos libros. Mira que era pequeña mi habitación… siempre me han gustado las habitaciones pequeñas, dónde  pueda ver todo “tapiado” de objetos, bien colocados, eso es muy importante; soy un pelín maniática con el orden. Los diseñadores de interior de Ikea de espacios reducidos, se podían sentir muy orgullosos. Había conseguido que esa habitación minúscula sacara todo su encanto y provecho.

Antes no miraba tiendas de casa y de repente lo hacía, piensas que puede quedar bien en tu habitación o en la casa y la vas decorando a tu gusto. Recuerdo que en esa época salió la trilogía de Crepúsculo y estábamos todas las chicas (y no chicas) un poco alteradas de las hormonas; Creo que nunca he ido al cine y he escuchado chillar a tanta gente a causa de un actor. Parecía que nos volvíamos locas, me incluyo a mí misma. 

Tocó hacer las cajas y cargarlas todas. Hay una cosa en esta vida que no me gusta nada y son las mudanzas. He debido hacer unas cuantas y les tengo un pelín de fobia. Es una sensación un poco extraña, pero siento que te vas moviendo y no tienes un sitio fijo. Vas perdiendo cosas o no sabes dónde las tienes. No hay un lugar dónde sentirte  como en casa y vas un poco perdida. Aunque pasaran unos cuantos años en ese mismo sitio, no acabas de encontrar un hogar. Inconscientemente me generaba mucha ansiedad y el volver a ver una caja con mis cosas y mis vivencias me sentó mal. Aunque fuera para ir a un sitio mejor, no me gustaba.

Estar casi un año fuera de casa, me había hecho coger unas rutinas y una estabilidad emocional, me había adueñado de mi vida. El hecho de haber vivido en Gerona, ciudad dónde estaba el hospital al que iba periódicamente y podía permitirme el lujo de poder ir sin necesidad de pedir ayuda a alguien. Era así de simple y más fácil, nadie sabía cuándo y dónde tenía que ir, pero tampoco yo debía sentir que no tenía que pedir esa compañía. Ni la tenía y  tampoco la quería. Me volví un poco más cerrada en ese respecto, me gustaba ir yo sola al médico. De esa forma no me sentía tan observada y analizada a causa de mi familia, no tenía que explicar nada más allá de lo que debía saber el médico. Solo teníamos que hablar de la enfermedad, nada más.

Dejé de ir a la psicóloga del hospital muy rápido, no porque no fuera buena, que lo era, sino  porque veía que no me sentía a gusto en la dirección que iban las cosas. Desde el principio cuando me diagnosticaron la enfermedad, estaba presente una psicóloga. Yo era muy joven y tenían miedo por la forma en que podía reaccionar a la enfermedad.
Las visitas pasaron de hablar de la EM, a “vamos hablar de tu alrededor” y no quería. Sabía lo que había y me sentía suficientemente fuerte para saberlo afrontar y hablarlo con quién yo quisiera. No necesitaba hablar de mis problemas con una extraña, me sentía más a gusto con alguien más próximo, no me lo callaba. Lo que necesitaba era hablar de la enfermedad, generar hipótesis sobre mi futuro y como plantearlos: trabajo, vida, estudios, cómo te ves con EM en unos años, miedos… pero todo enfocado a la enfermedad.
Por desgracia, no fue el camino que más me gustó, así que dejé de ir.

Al principio fue un poco raro cuando volví a casa, me sentí como si volviera a ser una adolescente o una niña y no una mujer. Debe ser la sensación que se tiene cuando te has independizado de mayor y estás muchos años fuera y porque te ha dejado el novio o has perdido el trabajo… debes volver.  También se me hizo raro, porque tenía mucho más tiempo para mí, era la primera vez en muchos años  que no debía trabajar en verano.

Comenzaba hacer calor y yo iba quedando con mis amigas y seguía yendo a correr por la tarde/noche. Si hacía calor era mejor ir por la noche, de esa forma no perdía tanto la visión del ojo derecho.

Las cosas en casa seguían como siempre y era monotemático. Mi hermano pequeño se había ido de casa y sólo quedaba yo. A la que podía me iba y  de esta forma huía.

De repente, sin darme cuenta, ese verano me comencé a encontrar muy mal del estómago. Tenía la misma sensación de ardores cuando me trataban con la cortisona; se me hinchaba la barriga y me venía un regusto malísimo. Me empezó a sentar mal toda la comida, era comer algo y debía ir cada dos por tres al WC. Hacía un ruido tan raro mi estómago que parecía un concierto de heavy metal cada vez que ingería algún alimento.
Como era normal, primero pensé que era algo relacionado con la enfermedad, por el tratamiento que tomaba. No dejaba de ser muy “joven” el tratamiento y cualquier cosa que sentía fuera de la normalidad se lo explicaba a mi neurólogo. Tenía miedo de padecer Leucoencelopatía multiprogresal. Como expliqué anteriormente, era uno de los posibles efectos secundarios que tenía el Tysabri y era algo que me corría siempre por la cabeza. Los síntomas, si tengo bien entendido, se parecen mucho a la Esclerosis Múltiple; temblores, pérdida de visión, fuerza… es un poco imposible de detectar y sentir qué cosas formaban parte de la EM y cuáles no. Así que lo que desconocía y dudaba se lo preguntaba al médico.

Descartaron que fuera algo relacionado con la EM y tampoco un efecto secundario del tratamiento. Era muy extraño que afectara de esa forma al estómago. Así que no le dieron más importancia y quisieron esperar más tiempo a ver qué pasaba, pero yo me seguía encontrando mal.

Casi no comía nada, me veía cada vez más delgada y enferma. No entendía que me podía estar pasando si los médicos decían que era una gastroenteritis normal.
Gracias a mi neurólogo, pudimos pedir una gastroscopia de urgencias para descartar que fuera otra anomalía.

Entonces comenzaron las dietas más específicas, para ir descartando que no fuera intolerante alguna cosa. Era de chiste, había perdido ya bastante peso y me habían prohibido comer todos los lácteos y el gluten, para ver cómo me encontraba yo, cómo reaccionaba mi digestión.
Aún me adelgacé más y no encontraban nada.

Quién me diría, a día de hoy, que volvería a dejar de comer gluten y lácteos, pero para algo totalmente diferente. Ahora al menos tengo una idea de lo que es, no comer muchas cosas.

Como no había nada y no encontraban nada, dejé de ir al médico y pensé que algún día, en algún momento me dejaría de doler y volvería a la “normalidad”, porque si no encontraban nada, es que no tenía nada.

Al ver que estaba tan asqueada y rabiosa por todo, la familia de mi pareja nos propuso a ir al pueblo de la abuela: Águilas, en Murcia. Así desconectaba un poco y disfrutaba del verano.

Recuerdo perfectamente esas vacaciones. La abuela es la típica abuela que se desvive por todo el mundo, te mima, te cuida y, sobre todo, cuando se trataba de comer bien.
Se había marcado como objetivo que me tenía que encontrar bien y que estaba muy flaca. Mi obligación era acabarme la comida. La mujer se lo curraba muchísimo, porque sabía que le había cogido asco a todo, no porque no me gustara porque estaba asqueada, todo lo que me gustaba no me sentaba bien y optaba por dejar de comerlo. Me sentía triste.

Sin darme cuenta y sin pensar, si me iba a sentar mal la comida, comenzó a sentarme bien los alimentos y mi apetito iba creciendo. Estaba más animada y feliz porque veía que el “mal”, que nunca había existido, había desaparecido.

Entonces empecé a pensar; ¿Qué había cambiado si no me había tomado nada, para encontrarme mejor?

 

 

 

 

EMANCIPACIÓN

Es la etapa en la que cualquier persona quiere vivir; irse a un piso de estudiantes.
Se supone que cuando hablas con la gente sobre  esos maravillosos años en los que compartió piso, te explican las mil batallitas. Esos jueves universitarios interminables en los que se salía de fiesta hasta el amanecer, las cenas y risas con los amigos en el piso, disfrutar de la mejor dieta (pizza, arroz y pasta), el concurso de a ver quién era el más marrano y a quién le tocaba tirar la basura, las trolas que le explicaban a los profesores para que les aprobaran y tú sabiendo que no habías hecho nada porque fuiste a tomarte unas cervezas con los amigos, las tardes de película y series; y así una de tantas.


Estaba feliz y animada de irme por fin de casa ya que podría tener mi espacio y tranquilidad, pero la verdad es que desde mi perspectiva de “joven estudiante súper guay independizada que estudia y trabaja” fue totalmente diferente a la que he explicado.

Recuerdo que comencé el curso de Integración Social con muchas ganas y energía. Pensaba que era brutal poder estudiar y trabajar a la vez que quedaba muy  “cool” y madura. Creía que era capaz de todo y que me iba a comer el mundo, un poco ingenua, porque desde los 14 años ya trabajaba pero sólo  los fines de semana y era algo totalmente diferente.

Había dejado atrás la clase dónde habíamos compartido muchos años de colegio y me encontraba en una totalmente diferente.
Me era muy curioso observar y escuchar a cada persona, explicando los motivos que les había llevado escoger este ciclo formativo. Cómo de repente compartes tu vida y tus vivencias con unos extraños y, sin darte cuenta, ves que compartes más cosas con estas personas que con los amigos de toda la vida.

Los que optamos por hacer este tipo de ciclo o querer trabajar en el sector social, llevamos todos una mochila de experiencias encima; el que había tenido una mala infancia o había tenido los abuelos con Alzheimer y los había cuidado, el que había padecido maltrato, bulimia, también había una señora, ama de casa, que estaba harta de su familia y quería ser algo más que eso. También estaba el crío que no tenía ni idea de qué quería estudiar y sus padres le habían puesto hacer el ciclo para que estuviera quieto y dejara de dar por saco…
No sabíamos cuál de todos era más singular e especial.

Te sientes muy cómoda y ya no te ves tan rara con las cosas que te han ido pasando años atrás. Gracias a eso, me llevé a quién sería una gran amiga para el resto de mi vida.

Dejamos de lado el tema de los compañeros y me vuelvo a centrar en la gran idea que tuve de irme a compartir piso y querer hacer las cosas a la vez: trabajar, lidiar con la enfermedad y estudiar.
Mi horario, como casi todos los estudiantes, era ir por las mañanas a clase. Yo, una vez  acabado el cole, tenía que ir corriendo para casa a comer y una vez acababa me iba pitando a trabajar. Así cada día, de lunes a sábado; aprovechaba esas corredizas para entrenar un poquito, no fuera que desaprovechara el tiempo. O eso o andaba por la calle hipnotizada por alguna novela histórica. Había aprendido a andar leyendo y no sé cómo no me atropellaron algún día.

Llegaba a casa molida del trabajo y tenía que cenar muy rápido para ponerme las pilas en los estudios. Las noches se hacían un poco interminables y mis horas de sueño cada vez se hacían más cortas. Para cualquier persona, y más para alguien que tenía una enfermedad degenerativa, ¡¡¡¡dormir es esencial!!!!! Y realmente eso de dormir, no sabía lo que era.


Iba cada vez con más ojeras a clase y con menos energía, pero igualmente yo quería dar el 100% de mí. Mis compañeras siempre pensaban que estaba enferma, porque parecía más la Novia Cadáver de Tim Burton que no una chica de 19 años. Recuerdo que mi compañera de más edad, y la mami de todas, siempre se preocupaba por mí. Si la hubiera dejado, ¡me hubiese llevado cada día el almuerzo! Para que tuviera mejor cara.

Lo que  llevaba peor, no era sólo que no tuviera tiempo para mí, sino que no estaba haciendo nada de lo que se suponía que hacía alguien que comparte piso cuando estudia. Parecía una yaya amargada: del trabajo a casa, cole, estudiar, comer, dormir. Si querían salir de fiesta mis compañeros yo nunca quería ir porque sabía que después las pasaría canutas. Tenía que programar “esa” salida como si fuera la “gran salida“ y la última de mi vida. Si hacían algo en casa, ya salía la chica del pijama diciendo que bajaran el volumen porque a ella le tocaba trabajar y si molestaban yo no podía dormir.
Recuerdo que, desde mi habitación, escuchaba cada mañana el dichoso despertador del vecino a las 5 de la mañana y que nunca lo apagaba hasta las 6 ¡como mínimo!
No llegué a ponerle cara al vecino, pero si llego a conocerlo, le hubiese puesto el despertador en todo el ojete.
También teníamos a los vecinos de encima que se suponen que eran azafatas de vuelo; o eso es lo que nos dijeron. Pero más que eso parecía un “puti”; por el salir y entrar de hombres. Como odiaba los tacones en esa época… ¡Venga a andar con los talones para arriba y para bajo!
 
 

Sí, puede que sea una paranoia mía y que seguramente hay  más gente que le pasa como me pasó a mí, pero ya me hubiera gustado tener algún tío gilito que me pagara la fiesta y los estudios.

En ningún momento tuve un nuevo brote, tenía la enfermedad estable y seguía tratándome con el Tysabri. Me las ingeniaba siempre en clase para poder asistir a las sesiones de tratamiento, sin que me afectara al curso. A mí me iba genial porque me echaba unas siestecitas de fábula. Cuando uno está cansado, entonces no te parece tan cutres e incómodas las butacas del hospital.
Trabajo, estudiar… ¡Se me olvidaba! ¡También tenía pareja! Pobrecito, más que una novia tenía un zombie deambulando por el piso. Cambiamos nuestras citas de cine e ir a algún sitio, por “l’Agna debe dormir más y nos quedamos en casa”. Venía especialmente para hacerme compañía y hacerme recordar lo que debía luchar y sentirme orgullosa de todo lo que estaba haciendo. La verdad es que no sé qué habría hecho sin él en esos momentos que hubiera tirado todo por la borda.
Con la tontería, iban pasando los días y acabé el primer curso de Integración, ¡con buena nota y todo!

En el piso que compartíamos sólo teníamos 1 año de contrato, porque  el chico que había se iba de vuelta a casa, ya que había finalizado toda la carrera. Una de mis mejores amigas, que también compartía piso conmigo, quería irse algún sitio más económico y yo estaba dudando qué quería hacer: seguir como había hecho durante todo este año o irme al paro, porque había cotizado desde los 14 años y me podía permitir el capricho de hacer algo que nunca había hecho: estudiar y… ¡no hacer nada más!
Había un único problema y era que había de volver a casa. Me había acostumbrado a estar fuera del mal ambiente y no sé si volvería aguantar otra vez.